Votos blancos

Sin dejar de reconocer que existen razones suficientes para estar inconformes con nuestro sistema político, creo que la propuesta de que este 5 de julio los ciudadanos mexicanos nos abstengamos de votar, que anulemos nuestro voto o que votemos en blanco, es una iniciativa hueca, sin sustento y sin sustancia. Una ocurrencia caprichosa.

Para sostener mi punto de vista, permítanme platicarles un cuento.

Don Luis, con muchos esfuerzos y a como Dios le dio a entender, junto con algunos amigos y compadres, logró construir una vecindad para ellos y sus familias. La fueron levantando poco a poco, con la ayuda de un “maistro de obras” que realizaba este tipo de trabajos más por su experiencia práctica que por sus conocimientos técnicos. Un año se ponía el firme, al siguiente se colaba una loza, después se remodelaban los baños y se cambiaban los lavaderos, para después levantar otra pieza. Todo avanzaba a base de parches. A veces tumbando partes de la obra, para volver a construir. La vecindad, resultado de ese proceso, dejaba mucho que desear, pero a pesar de todo, era el patrimonio de sus familias y el lugar en que crecieron sus hijos.

Murió Don Luis y heredó su propiedad a Manuel, su hijo mayor. Un profesionista dedicado y perfeccionista. Detestaba lo mal hecho y siempre vestía un traje blanco inmaculado y bien planchado. A Manuel nunca le gustó vivir en la vecindad y siempre criticaba la forma en que fue construida. Aunque tenía la ilusión de comprar una casa que fuera nueva y a su juicio perfecta, las circunstancias de la vida lo obligaron a mudarse con los nietos de Don Luis al lugar que les había dejado el abuelo.

La vida fue pasando, y el tiempo, aunado a la forma en que fue construida la vecindad, aumentó su deterioro hasta el extremo de que los niños del barrio la conocían como “la casa del terror”. Las ventanas estaban rotas y se caían los vidrios porque se despegaba el mastique. El drenaje era lento y hediondo. El agua salía turbia por los grifos y el enjarre de las paredes comenzó a caerse a pedazos. Las instalaciones eléctricas fallaban y con frecuencia se quedaban a oscuras. Era urgente una remodelación. Los vecinos buscaron a unos contratistas para encargarles el trabajo. Cuando pidieron la opinión de Manuel, les contestó que el no sabía de esas cosas y que contrataran a quien mejor les pareciera, pidiéndoles que no lo estuvieran enchinchando con esos asuntos porque el hacía más que suficiente con pagar sus cuotas de mantenimiento, siempre de manera puntual.

¿Qué quieren que hagamos?, preguntaron los contratistas… ¡Pues que nos dejen la vecindad bonita y funcionando!, respondieron al unísono los vecinos y de inmediato les entregaron una bolsa con el dinero que habían juntado para la remodelación. Nunca quedó claro lo que significaba una vecindad bonita, ni precisaron lo que querían que se dejara funcionando. Los contratistas malgastaron el dinero, y la vecindad quedó igual o peor.

Una noche, Manuel estaba cenando en casa con sus hijos, cuando salió el tema del mal estado en que se encontraba la vecindad. Los nietos de don Luis le reclamaron a su padre el estado en que vivían y le preguntaron ¿qué había hecho al respecto?, de momento, trató de justificarse manifestando que era un buen padre de familia, que en su casa no les faltaba el sustento y que era muy cumplidor con las cuotas de mantenimiento de la vecindad. Al terminar su monólogo, se dio cuenta que la explicación no había dejado satisfechos a sus hijos.

Los hijos y su mujer se fueron levantando de la mesa, y al quedarse solo, su reflexión lo llevó a concluir que no estaba haciendo lo suficiente. ¡Tenía que tomar cartas en el asunto!

Con una nueva actitud, convocó a una reunión a los vecinos para hacerles ver lo mal que estaba la vecindad, los defectos que había en la construcción y lo transas que habían resultado los últimos contratistas. Todos comentaron sus inconformidades y llegaron a un acuerdo. ¡No podían seguir tolerando esa situación!

Seguían en la reunión cuando una de las hijas de Manuel llegó a avisarles que se habían quedado sin agua en la vecindad. Ahora, tenían un problema concreto que resolver y empezaron a surgir propuestas. Don Lupe sugirió que volvieran a traer a los mismos contratistas de la vez anterior, porque creía que se les debía dar una nueva oportunidad. Doña Chona comentó que tenía un sobrino plomero que podría revisar y arreglar las instalaciones. Don Andrés consideró que era mejor dejar así las cosas y que ya no debían pagarle a nadie por arreglar esos desperfectos, puesto que únicamente estaban provocando que otros se enriquecieran a sus costillas. Don Andrés agregó que estaba convencido de que lo mejor sería que cada quien mandara a sus hijos con cubetas a la toma de la entrada, y que eso podría servir para que los muchachos estuvieran ocupados y entretenidos.

Manuel se levantó enfurecido y reprendió a todos diciendo: ¡Que no se dan cuenta de que eso es precisamente de lo que estábamos hablando!, ¡Ya basta de que todos se quieran aprovechar de nuestras carencias!, y comenzó a convencer a sus vecinos de que debían manifestar su inconformidad de manera pacífica, asistiendo a las asambleas de la vecindad, pero sin contratar a nadie, porque al fin de cuentas todos eran iguales de incompetentes y ratas. Debían dejarle claro al gremio de la construcción, desde ingenieros y arquitectos, pasando por los contratistas, hasta llegar al peón albañil, que todos eran unos pillos y que sus familias querían otra cosa para su vecindad. El discurso fue tan vehemente, que todos salieron convencidos de que Manuel tenía razón. ¡No debían contratar a nadie para arreglar el problema, así se aseguraban de que nadie los volvería a tranzar!

Como de cualquier forma seguían necesitando del agua, tuvieron que acarrearla en cubetas, dándole en los hechos la razón a la propuesta de don Andrés, pero provocando además que surgiera el comercio del acarreo del agua, por las propinas que comenzaron a cobrar los muchachos.

Ya con la cabeza fría, Doña Chona y algunos vecinos fueron a hablar de nuevo con Manuel para tratar de convencerlo de que la situación del agua no podía seguir así, de forma tal que tendrían que arreglar ellos mismos las tuberías o contratar a alguien para que lo hiciera. Manuel se indignó, acusó a los vecinos de que estaban claudicando en la lucha y de que seguramente se trataba de algún enjuague para que el sobrino de Chona se llevara el negocio. Cuando le insistieron entonces en que ellos mismos debían arreglar las cosas, se encolerizó aún más, y les gritó: ¡Que me ven cara de fontanero, Dios me libre de ser fontanero!, preocupado de ensuciar su blanquísimo traje, sin darse cuenta de que ya estaba más que percudido, por el agua puerca con que lo lavaban.

Hasta aquí el cuento. Saque usted sus propias conclusiones.